Este mes de noviembre celebraremos una efeméride desconocida para muchos, pero que vale la pena recordar, como es el nacimiento del marino y científico español Alejandro Malaspina.
Malaspina pasará a la Historia por haber ideado, propuesto y capitaneado una expedición científica de gran envergadura que recorrió la mitad del mundo entre 1789 y 1794, yendo de una provincia a un virreinato y de allí a otra provincia sin apenas dejar de pisar suelo español o de navegar aguas españolas, y sin dejar de trabajar en cada una de las escalas. Y es que, en contra de lo generalmente aceptado por la mayor parte de los españoles de hoy en día, España tuvo siempre una gran preocupación por el desarrollo científico y cultural. No en vano había fundado en 1538 la universidad de Santo Domingo, en 1551 la de Lima y en 1555 la de México y se había granjeado la admiración del mismísimo Alexander Von Humboldt, que reconocía que España había gastado en la expansión de la cultura en sus colonias más que cualquier otra potencia europea. Tras su visita a México, afirmaba con asombro “¡Esto debe saberse en Europa! Los mineros de la Nueva España son los mejor pagados del mundo. Ellos reciben de seis a siete veces más salario por su labor que un mi euro alemán”. Con respecto a Humboldt, sin embargo, no nos resistimos a recordar que la corriente oceánica que lleva su nombre fue en realidad descrita por primera vez por un sacerdote español, el jesuita José de Acosta.
Testimonio de la preocupación española por la ciencia y la cultura (con “C”, de cultura) dan no sólo las numerosas y ya mencionadas universidades (más que razonablemente pronto ofrecidas para provecho de los indios) sino la transcripción al papel de muchas lenguas indígenas que tan sólo conocían la transmisión oral; de hecho, el primer libro impreso en el continente americano es una gramática náhuatl escrita por los misioneros franciscanos ¡en 1531!
La iniciativa que puso en marcha este poderosísimo motor cultural se complementó de manera natural, sumando la preocupación de los numerosos misioneros por el desarrollo de los indios a la inclinación científica de nuestros monarcas, entre los cuales destaque tal vez Carlos III (nefasto, sin embargo en otros ámbitos, para desgracia en primer lugar de los indios). Es decir, no se trataba de una cultura subvencionada sino naturalmente generada por la sociedad, cuyos diferentes estamentos aportaban aquello que estaba a su alcance.
La expedición Malaspina regresó a España con una enorme cantidad de material que abarcaba todos los campos del saber: la botánica, la geología, la cartografía, las observaciones astronómicas...y superó en muchos aspectos los logros alcanzados en expediciones inglesas y francesas, aunque en el imaginario colectivo el nombre de James Cook se dibuja con más nitidez que el de Alejandro Malaspina. Gran parte de la culpa la tiene la inquina de Godoy, que hizo procesar al colosal científico por su informe confidencial sobre el estado de los territorios de ultramar. Durante el juicio se perdió gran parte del material recogido en la expedición. Junto a las luces inmensas de España hay sombras que parecen recurrentes...
Sea como sea, actualmente se puede disfrutar del impulso civilizador español visitando el Jardín Botánico de Madrid o el Museo de Ciencias Naturales en la misma ciudad. Dos planes fantásticos para una mañana soleadffda del otoño en los que se puede conocer mucho de la investigación desarrollada a lo largo de la expedición Malaspina, para comerse a continuación un buen cocido en La Daniela y volver a casa queriendo un poco más a nuestra Historia y a los gigantes que la hicieron posible.
Para saber más...
Un apasionante y divertido libro sobre el desarrollo científico es “Una breve historia de casi todo”, del escritor estadounidense Bill Bryson. En cuanto al papel civilizador de España es imprescindible “Imperiofobia y Leyenda Negra” de María Elvira Roca Barea.
Mapa cortesía del blog Qué aprendemos hoy.
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