miércoles, 4 de septiembre de 2019

Lo del constitucionalismo es muy cutre

El golpe de estado protagonizado por las autoridades autonómicas catalanas hace ahora unos dos años, fracasado felizmente gracias a una masiva y ejemplar movilización de los catalanes no indeendentistas, que se negaron a permitir que se les privara de su derecho de ser catalanes y españolas, y el ejemplar respaldo del rey en un discurso sin precedentes, ha servido para que muchos de los no independentistas que aun quedan en España se agrupen para hacer frente a la amenaza de una secesión que resultaría tan injusta como suicida.

Injusta porque se trataría de una vulneración de los derechos de todos los españoles, que pertenecen a una nación con un territorio determinado de ninguna parte del cual se les puede privar, porque se basa en una mentira histórica de primer orden y porque sería una traición a las generaciones de catalanes que, hasta que la egoísta y cerril ideología del nacionalismo acampó entre algunos sectores de la población, vivieron su españolidad con orgullo y en muchos casos con heroísmo. Los nacionalistas de hoy en día están traicionando los anhelos de sus antepasados -en muchos casos de tan sólo una generación atrás- que no entendían una España en la que no se integraran naturalmente todas sus regiones.   

Suicida porque no hay mas que echar una mirada mínimamente desideologizada al mundo para saber que nuestra Civilización está dando muestras de agotamiento y que lo que viene detrás es amenazador en cualquiera de los casos. La atomización de las naciones Europeas para dar lugar a una pléyade de pequeños países con poca población, escasa industria y nula capacidad de defensa sólo puede dar lugar o bien a una invasión no por pacífica menos destructiva de personas venidas de otros países para disfrutar de nuestros servicios sin asumir nuestras costumbres o a la progresiva e imparable sumisión a una economía, la China, que responde a unos postulados ideológicos que en absoluto se preocupan por los derechos fundamentales de unos individuos a los que sólo reconoce valor en tanto que son útiles para el Estado. 

Sin embargo, con excepción de algunos casos particularmente heroicos que han sabido enfrentarse a esta amenaza llamando a las cosas por su nombre -entre los que hay que destacar a los remanentes del carlismo catalán, siempre españolísimo, aunque de manera incomprensible se insiste desde los medios de comunicación en tratar de identificar a los independentistas con el carlismo, cosa disparatada en términos históricos- la inmensa mayoría de los partidos políticos y asociaciones que se han opuesto al independentismo lo han hecho abrazando una pobre bandera: lo que llaman “el constitucionalismo”.

Los que tratan de defender la unidad de España autodenominándose “constitucionalistas” están asumiendo, unos inconscientemente, otros muy intencionadamente, que España, la España que vale la pena defender, no va más allá de la Constitución de 1978, que paradójicamente fue la Ley que hizo posible la exacerbación de los nacionalismos mediante la introducción de parlamentos en nada menos que diecisiete Comunidades Autónomas sin el menor valor histórico.

Sin embargo, España, la nación más antigua de Europa y -habría que juzgar China con sus particularidades- tal vez del mundo, vio su primera unificación en el III Concilio de Toledo en el año 589. Experimentó una trascendental unificación legal con el Liber Iudiciorum de Recesvinto que más tarde, con continuidad histórica, dio pie al Fuero Juzgo. A pesar de una brutal invasión que se llevó por delante la monarquía visigoda y mantuvo grandes extensiones del territorio una vez unificado bajo un dominio extranjero tanto por procedencia como por civilización, fue capaz de recuperar lo que había perdido y, manteniendo la conciencia de da nación, reconstruir la unidad perdida y descubrir y civilizar un mundo desconocido, América, del que, a pesar de las demenciales acusaciones de genocidio, se llevó la Luz de la Fe, de la Ciencia y del progreso. Muchos siglos antes de que aparecieran la mayoría de las actuales naciones, y desde luego antes de la Constitución del 78,  el arte y la filosofía, el derecho y la justicia españolas fueron el motor de la Civilización. El norte de Castilla fue la cuna del parlamentarismo que se arrogan ahora los británicos, la escuela de Salamanca fue el origen del Derecho Internacional y del Derecho de Gentes, los marinos españoles trazaron las cartas que las potencias europeas utilizarían siglos después, las misiones franciscanas y jesuíticas enseñaron a los indios americanos la escritura, la agricultura, y la justicia, apartándolas del infanticidio y de los sacrificios humanos.

Mucho antes de la Constitución del 78, los españoles derrotaron a las tropas invictas de Napoleón, organizaron la primera Expedición Filantrópica de la Vacuna, pacificaron el levantisco norte de Marruecos y fueron capaces de reconciliarse tras tres guerras civiles. Antes de la Constitución del 78, los españoles derrotaron a la Unión Soviética: el monstruo que mató de hambre a los ucranianos -y cuyos herederos de nuevo quieren sojuzgar a Ucrania- el monstruo que se alió con los nazis para repartirse Polonia  -hoy se tuercen las caras al oír hablar e Hitler, pero no de su socio georgiano en aquella injusticia-,el monstruo que fue responsable de los disparates de Lysenko o de la tragedia de Chernobyl por la contumacia de la ideología comunista que supedita a las personas a los objetivos del Estado -hoy no hay hoy tuitero que no haya visto Chernobyl y mostrado su escándalo por aquello-. Antes de la Constitución del 78 España había hecho cosas tan fantásticas, tan humanas, tan civilizadoras que si se conocieran, la Constitución, una ley claramente mejorable, sería tan sólo un hito menor.

Por desgracia, el desconocimiento de la Historia de España, o el complejo cerril por la misma, está llevando a que el principal argumento en defensa de la unidad sea una norma. 


Frente a algo tan gris, tan falto de grandeza, que invita tan poco al entusiasmo, qué quieren que les diga, casi comprendo a los pobres ignorantes que se entusiasman disfrazándose de pollitos enjaulados para defender la causa de la República catalana a pesar de que, como dijo alguien muy sensato, “no existe, idiota”.