La batalla de Pavía se produjo en el marco del afán de expansión de Francia por tierras italianas, que choca con el interés de los Estados Pontificios por mantener su independencia, para lo cual necesitaba mantener alejadas de sus fronteras a las potencias que, siendo demasiado poderosas, pudieran resultar poco de fiar. Francia dio repetidas muestras de no ser fiable para la Iglesia -en repetidas ocasiones pactó con el turco en detrimento de la Cristiandad-, mientras que España casi siempre supeditó sus intereses inmediatos al bien de la Cristiandad.
La explicación de esta toma de partido de España por la Cristiandad se comprende si se piensa que los monarcas españoles, y muy especialmente los Reyes Católicos, el Emperador Carlos y Felipe II, aunque muchos de los siguientes también, reconocían la autoridad moral de la Iglesia: de una Iglesia transnacional, no Nacional, que merced a esta transnacionalidad pudiera indicar, sin deberse a gobierno alguno, cuál era el bien moral que debía ser perseguido y protegido por las naciones. De este respeto a la Ley moral surgen, por ejemplo, las Disquisiciones de Valladolid o la confrontación entre Juan Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas.
En cualquier caso, Francia y España se enfrentan en Pavía por el dominio de parte de la península italiana, en concreto el Milanesado, que había sido invadido por Francia. Era la primera gran guerra que enfrentaba las dos potencias desde la que se libró en Nápoles algunos años antes y España ya había demostrado ser un enemigo temible. La forma de combatir diseñada por Gonzalo Fernández de Córdoba había demostrado ser capaz de imponerse a enemigos más poderosos en número en batallas como Ceriñola y Bicoca. Con antecedentes semejantes el rey francés decide poner toda la carne en el asador y se pone al frente de sus huestes: unos treinta y dos mil hombres con más de cincuenta cañones, que se enfrentan a una fuerza de, por junto, treinta mil hombres con una veintena de cañones -Antonio de Leyva estaba defendiendo Pavía con unos seis mil, mientras que unos veinticuatro mil mandados por el marqués de Pescara debían oponerse al grueso francés-.
Los franceses habían sitiado Pavía dando por descontado que la plaza caería, pero Leyva, pasando mil penalidades al mando de los suyos -cuando arriesgaron la última salida contra los franceses arengó a sus hombres asegurándoles que si querían comer debían arrebatar su comida a los franceses- resistió causando un quebranto considerable a las tropas de Francia. La resistencia que Leyva les planteó permitió llegar a tiempo al marqués de Pescara, cogiendo a los franceses entre dos fuegos. La victoria fue total:Francisco I perdió trece mil hombres y su propia libertad.
La captura de Francisco I fue obra de un guipuzcoano, Juan de Urbieta: un soldado de origen humilde al que se unieron en el fragor del combate un hidalgo ferrolano, Alonso Pita da Veiga y un aventurero cretense, Pedro de Candía, que llegó a ser uno de los 13 de la fama que conquistaron el Perú. Estos tres hombres, de tan distinta cuna y condición, peleaban a pie hombro con hombro, todos ellos sin más título que el de soldados: señores soldados.
Es decir: en las unidades españolas los jefes atravesaban las penalidades de sus hombres, pero es que, además, en la Infantería formaban tanto hidalgos de buena cuna como desertores del arado. Y todos ellos se sometían a la misma disciplina bajo la bandera de la Cruz de Borgoña y en defensa del Imperio primero y más tarde de su religión: de una Iglesia no Nacional que iba a seguir cuestionándolos a ellos y a su rey cuando lo considerara necesario puesto que no se sometía a su autoridad sino que era libre. Independiente se diría ahora.
Además, los tres hombres que hemos mencionado mejoraron su posición social gracias a sus años de servicio: Urbieta recibió un escudo de armas del que su familia hasta él mismo carecía; Pita da Veiga recibió del Emperador el privilegio de armas a perpetuidad. Pedro de Candía llegó a ser Alcalde Ordinario de Cuzco -aunque murió en una batalla en el Perú sin dejar buena memoria de sí…-
La peculiar estructura de los Tercios Españoles, con su arraigado código de honor, según el cual cada uno era tanto como sus obras le hacían ser, y su mejor servicio a España le situaba en el mundo en un mejor lugar, superando las barreras de un origen humilde, generó una imparable máquina de guerra -y de la paz, que llegaba con la victoria- que permaneció invicta por más de cien años. Eso llevó a Calderón de la Barca a definir al ejército español de su época como la “república mejor y más política” del mundo. Una “religión de hombres honrados” en la que no se podía disimular ni vivir de los méritos de otros, en la que
“[así] de modestia llenos
A los más viejos verás
Tratando de ser lo más
Y de parecer lo menos”.
Extraordinarios hombres para una extraordinaria época.
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